
Todo comenzó al poco tiempo de estar viviendo en nuestra nueva casa. Como toda cosa nueva, una casa siempre tiene pequeñas imperfecciones que hay que ir subsanando. Las imperfecciones de nuestra casa darían para otro post que quizá escriba algún día. El caso es que por entonces yo me consideraba el rey del bricolaje. No había taco, broca, tornillo o kit de construcción que se me resistiera. El orgullo, incluso la soberbia, que no en vano es pecado, me impulsó hacia metas más comprometidas, retos más difíciles y saltos en el vacío de mayor complejidad. En el salón de nuestra casa teníamos un interruptor doble que encendía dos lámparas. Bueno, habilitaba el circuito, porque lámparas, lo que se dice lámparas no teníamos más que el típico casquillo de obra. Decididos a solucionar el problema compramos dos lámparas, una de las cuales era halógena. En ese momento pensamos que sería bueno poner un regulador en una de ellas de manera que controlaramos el nivel de luminosidad según nuestras apetencias. Hecho el estudio de mercado descubimos que no hay en el mercado (o no lo había, o no lo encontramos) interruptores dobles con regulador.
Llegado a este punto me animé y dije (si se pudiera volver atrás en el tiempo sólo una vez, elegiría este momento para callarme la boca) 'Eso tampoco tiene mucha dificultad, se hace un hueco en la pared y se pone otro interruptor a continuación'. Esas palabras dichas con mi confianza en mis dotes bricolajeras tendrían unas consecuencias que no podía sospechar. Dicho y hecho. Un día compramos los interruptores, un cincel, pintura y nos pusimos manos a la obra. Bueno, yo me puse a cambiar los interruptores y Annie se puso a pintar las jardineras.
Empecé a picar en la pared poco a poco pim pam pim pam. Llegado un momento noté que me costaba seguir avanzando para hacer hueco y empecé a golpear con más violencia PIM PAM PIM PAM. Atravesé un plástico negro del que desconocía su existencia y, de repente se hizo la luz; se hizo la luz en el pasillo, porque con mi falta de previsión no me había dado cuenta de que donde yo estaba picando, pero por el lado del pasillo, había otra llave de las luces del pasillo.
Se me heló la sangre. Pero era el momento de las grandes decisiones. O agachaba las orejas y admitía mi fracaso o seguía adelante, hacía un nuevo hueco para el nuevo interruptor, sujetaba el que se había caido y triunfaba arriesgándome, en caso de fracaso, a la más lamentable de las ignominias teniendo que devolver el cinturón de campeón del mundo del bricolaje a su legítimo dueño, alias 'el de bricomanía'.
Por supuesto que opté por seguir adelante y dale, dale hasta que conseguí realizar un perfecto pasaplatos de unos cincuenta centímetros de longitud y unos siete u ocho centímetros de altura. Llegado mi esfuerzo bricolador a su apogeo Annie vino a ver mi hazaña. Yo me esperaba un recibimiento tipo descanso del guerrero en el que ella me alentaría o tal vez algo tipo 'pero, ¿qué has hecho, desgraciao?'. En lugar de eso se puso a llorar como una magdalena sin que pudiera decir nada.
Llegado este punto, dejé el escoplo en el suelo junto con mis ilusiones bricolajiles, le di un abrazo intentando calmarla y, a continuación, llamé al tipo que nos había hecho la reforma del piso y le dije que si podía venir alguien a arreglar el desaguisado. Me cobró 60 euros por arreglarlo, pero los pagué contento.
Al final tuvimos nuestro regulador, tapamos nuestro pasaplatos y aprendimos que el mejor modo de imitar el gotelé es salpicando pegotes con un cepillo pequeño.
De todas formas, aún guardo el escoplo. Lo tengo escondido esperando una ocasión para redimirme. Annie me ha dicho que no le gusta el teléfono de ducha que tenemos. Tal vez sea la ocasion...