Madratones
Los martes en general son días difíciles. Al hecho de arrastrar todavía el mal cuerpo del principio de la semana se le suma que para mí es un día de carreras, generalmente de obstáculos. Los martes me toca recoger a los niños a las cuatro y comer casi a las cinco después de pelearme con C para que se suba a la silla del coche y poder atarla, volverme a pelear para que se baje y deje de ‘conducir’, pelearme con los dos para subir media planta, caminar cincuenta metros, subir siete plantas más en ascensor, calentar mi comida mientras preparo sus meriendas y conseguir comer algo mientras ellos meriendan.
Esto, que parece una tontería, en realidad no lo es. Lo que pongo arriba es la versión para todos los públicos. En la versión para mayores con reparos es posible que ni coma porque preparar la comida con un niño que, a juzgar por cómo llora, parece que lleve meses sin comer es toda una hazaña. ¡Qué capacidad pulmonar, oye! ¿Cómo es posible que alguien tan pequeño sea capaz de gritar tanto? Pelar el primer trozo de manzana con semejante presión se convierte en una tarea delicadísima, las manos tiemblan, la manzana se resbala, el niño te mira con desconsuelo y se acerca peligrosamente al cuchillo… Un drama, vamos.
Ahora, qué paz se respira después de darle ese primer trozo. Qué silencio. Cuando te estás reconciliando con la maternidad, con haber elegido ser tú la que reduzca su jornada, con la infancia, cuando estás volviendo a pensar que el mundo es un lugar en el que merece la pena vivir, ¡buaaaaaaaaa! ¡Ay, Dios! a pelar el segundo trozo. Si la reconciliación me ha permitido meter el tupper en el microondas, hay suerte. Si no, hoy no toca comer.
Después del segundo trozo, el hambre me devuelve a mi niño precioso y las cosas se calman un poco. Nos sentamos los tres, yo en el sofá, J en su bumbo y C en su mesita y cada uno a comer lo suyo. Bueno no, ellos a intentar comerse lo mío y yo a intentar que se coman lo suyo. Porque es curioso cómo quieren siempre lo que no está en su plato. Aunque lo que esté en el mío sea lo mismo que ellos no quisieron ni probar el día anterior. Esta pelea suele estar amenizada por el repelente Caillou y sus chorradas y esto es, sin duda, lo peor de toda la tarde. Si lo habéis visto alguna vez me entenderéis. Si todavía estáis a tiempo, evitadlo. No digáis que no os avisé.
Tras la merienda viene el cambio de ropa. Al ritmo que crecen los niños y al precio que van los uniformes del cole, no estamos como para andar con tres recambios ni como para romperlo en el parque. Así que toca cambiarse de ropa. Cambiar a J requiere una pericia que ya la quisiera para sí McGyver. Parece como si el cambiador fuera una cama de faquir. Supongo que desde fuera debe de ser gracioso vernos forcejear mientras doy voces a C para que se vaya cambiando ella sola. Os juro que muchos días sudo y cualquier día me quedo afónica.
Llegados a este punto suele alcanzarnos ND. Eso es una bendición porque salir uno solo con los dos por la calle o, peor, al parque es también tarea difícil. Así que en el mejor de los casos vamos los cuatro al parque, a la compra o a lo que toque. A mí me encantaría ser capaz de decirle ‘no te preocupes, quédate, si acabas de llegar’, pero no puedo. Después de las diferentes etapas madratonianas no me quedan fuerzas y lo que estoy deseando es que me lo diga él a mí. Aunque intento disimularlo me temo que la mayoría de los días mi cara me delata con una especie de gesto que insinúa ‘¿quién me mandaría a mí?’.
El paseo suele ser más tranquilo lo que pasa es que no podemos relajarnos porque luego llegan el baño y la cena. Y eso sí que son campos de batalla. El baño es uno de esos sitios como tantos otros en los que tienes que pelearte primero para que entren y mucho más después para que salgan. Además si te toca bañar a J (ND y yo nos turnamos escrupulosamente) tienes propina: segundo asalto en el cambiador para faquires.
Como ya he dicho después del baño viene la cena. Las cenas últimamente las tenemos amenizadas por J llorando como si le mataras hasta que se decide a probar el primer trozo (ni se nos ocurra intentar dárselo antes) y por el gran hit de la temporada: ‘C cómete el yogur’, una versión renovada del ya clásico ‘Andreíta, cómete el pollo’. La cena es además un momento entre el desfallecimiento y la esperanza. Lo del desfallecimiento creo que es obvio. Lo de la esperanza es porque durante la cena empiezas a acariciar ese momento sublime en el que podrás disfrutar, al fin, de unos minutos de paz a solas con tus pensamientos o, en mi caso, con ND. No mucho más que unos minutos, la verdad, porque llego tan cansada al final del día que muchas veces me quedo frita en el sofá sin siquiera haber cenado.
Ahora que sabéis más o menos lo que me espera os dejo, que hoy es martes y ya tengo que ir calentando. Además hoy toca pediatra. Pero esa será otra historia.
Esto, que parece una tontería, en realidad no lo es. Lo que pongo arriba es la versión para todos los públicos. En la versión para mayores con reparos es posible que ni coma porque preparar la comida con un niño que, a juzgar por cómo llora, parece que lleve meses sin comer es toda una hazaña. ¡Qué capacidad pulmonar, oye! ¿Cómo es posible que alguien tan pequeño sea capaz de gritar tanto? Pelar el primer trozo de manzana con semejante presión se convierte en una tarea delicadísima, las manos tiemblan, la manzana se resbala, el niño te mira con desconsuelo y se acerca peligrosamente al cuchillo… Un drama, vamos.
Ahora, qué paz se respira después de darle ese primer trozo. Qué silencio. Cuando te estás reconciliando con la maternidad, con haber elegido ser tú la que reduzca su jornada, con la infancia, cuando estás volviendo a pensar que el mundo es un lugar en el que merece la pena vivir, ¡buaaaaaaaaa! ¡Ay, Dios! a pelar el segundo trozo. Si la reconciliación me ha permitido meter el tupper en el microondas, hay suerte. Si no, hoy no toca comer.
Después del segundo trozo, el hambre me devuelve a mi niño precioso y las cosas se calman un poco. Nos sentamos los tres, yo en el sofá, J en su bumbo y C en su mesita y cada uno a comer lo suyo. Bueno no, ellos a intentar comerse lo mío y yo a intentar que se coman lo suyo. Porque es curioso cómo quieren siempre lo que no está en su plato. Aunque lo que esté en el mío sea lo mismo que ellos no quisieron ni probar el día anterior. Esta pelea suele estar amenizada por el repelente Caillou y sus chorradas y esto es, sin duda, lo peor de toda la tarde. Si lo habéis visto alguna vez me entenderéis. Si todavía estáis a tiempo, evitadlo. No digáis que no os avisé.
Tras la merienda viene el cambio de ropa. Al ritmo que crecen los niños y al precio que van los uniformes del cole, no estamos como para andar con tres recambios ni como para romperlo en el parque. Así que toca cambiarse de ropa. Cambiar a J requiere una pericia que ya la quisiera para sí McGyver. Parece como si el cambiador fuera una cama de faquir. Supongo que desde fuera debe de ser gracioso vernos forcejear mientras doy voces a C para que se vaya cambiando ella sola. Os juro que muchos días sudo y cualquier día me quedo afónica.
Llegados a este punto suele alcanzarnos ND. Eso es una bendición porque salir uno solo con los dos por la calle o, peor, al parque es también tarea difícil. Así que en el mejor de los casos vamos los cuatro al parque, a la compra o a lo que toque. A mí me encantaría ser capaz de decirle ‘no te preocupes, quédate, si acabas de llegar’, pero no puedo. Después de las diferentes etapas madratonianas no me quedan fuerzas y lo que estoy deseando es que me lo diga él a mí. Aunque intento disimularlo me temo que la mayoría de los días mi cara me delata con una especie de gesto que insinúa ‘¿quién me mandaría a mí?’.
El paseo suele ser más tranquilo lo que pasa es que no podemos relajarnos porque luego llegan el baño y la cena. Y eso sí que son campos de batalla. El baño es uno de esos sitios como tantos otros en los que tienes que pelearte primero para que entren y mucho más después para que salgan. Además si te toca bañar a J (ND y yo nos turnamos escrupulosamente) tienes propina: segundo asalto en el cambiador para faquires.
Como ya he dicho después del baño viene la cena. Las cenas últimamente las tenemos amenizadas por J llorando como si le mataras hasta que se decide a probar el primer trozo (ni se nos ocurra intentar dárselo antes) y por el gran hit de la temporada: ‘C cómete el yogur’, una versión renovada del ya clásico ‘Andreíta, cómete el pollo’. La cena es además un momento entre el desfallecimiento y la esperanza. Lo del desfallecimiento creo que es obvio. Lo de la esperanza es porque durante la cena empiezas a acariciar ese momento sublime en el que podrás disfrutar, al fin, de unos minutos de paz a solas con tus pensamientos o, en mi caso, con ND. No mucho más que unos minutos, la verdad, porque llego tan cansada al final del día que muchas veces me quedo frita en el sofá sin siquiera haber cenado.
Ahora que sabéis más o menos lo que me espera os dejo, que hoy es martes y ya tengo que ir calentando. Además hoy toca pediatra. Pero esa será otra historia.
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