Fauna
Por razones que no vienen a cuento, recientemente he estado repasando la fauna que nos rodeó durante la carrera. Supongo que nosotros también somos fauna pero no nos gusta reconocernos en ella. Al fin y al cabo, nosotros somos nosotros, nada de fauna, qué dices.
Yo tengo la sensación de que me pasé toda la carrera intimidada. Por un lado estaba toda esa gente que había crecido pensando que el dinero salía de los árboles. Supongo que muchos serían gente normal y corriente, incluso puede que simpáticos, pero a mí eso siempre me intimida. Más tonta que soy, la verdad.
Luego estaban esos otros que no sé si nadaban en billetes o no, pero lo parecía, y además te hacían sentir que tú no estabas a su altura. Pensándolo bien, a lo mejor no nadaban en billetes. A juzgar por la cantidad de marcas visibles que lucían en su indumentaria, a lo mejor lo que pasa es que hacían la carrera patrocinados. Como para no sentirse intimidado, yo jugaba el partidillo del barrio y ellos en la liga de las estrellas con sus contratos de publicidad incluidos.
Luego había un montón de mentes privilegiadas que entendían todo a la primera y aprobaban los exámenes sin despeinarse. De éstos había dos clases: los raros, de los que hablaré un poco después, y otros más majos que las pesetas que hasta salían de cañas. Los segundos me intimidaban más que los primeros. Al fin y al cabo parecían tan normales pero en realidad tenían súper poderes. ¿Cómo era posible que ellos entendieran aquellas cosas tan raras que a mí me llevaban tanto tiempo? Es más, algunas todavía no las he entendido. No se lo digáis a nadie, pero ceo que conmigo se equivocaron al darme el título. Cualquier día llaman a mi puerta unos señores de traje oscuro y me explican amablemente que han descubierto que soy una impostora y tengo que devolverles el título. ¡Si no me acuerdo de nada! Hacer un examen para mí era como formatear esa parte del disco duro. ¡Oh, Dios! después de este comentario voy a tener que incluirme en una especie que no me gusta nada.
De todos modos, sin duda, de lo que más teníamos era gente rara. Había raros para elegir. Por un lado estaban los raros con mente privilegiada que decía antes. Ésos llegaban a clase, se sentaban en primera fila, tomaban apuntes, se levantaban al acabar y se iban. Si hablaban algo en todo el día era para preguntar. Cuando yo todavía estaba intentando desentrañar la maraña de palabras en jerga desconocida de aquellos profesores (también muy raros, la verdad) ellos no sólo las habían comprendido sino que además eran capaces de tener dudas. Otra vez, qué tíos. Había otros que hacían lo mismo que ellos pero no preguntaban. A éstos, mis amigos los llaman la panda de cartón piedra de la primera fila. Y, la verdad, me parece una descripción de lo más acertada.
Pero los raros más raros eran los raros frikies. Y de estos sí que había. Yo no he visto tíos más raros en mi vida que algunos de mis compañeros de especialidad. Supongo que en general eran inofensivos pero si me los llego a cruzar una noche en una calle desierta, me cambio de acera. Solían ser tíos con bastante poco pelo. Sabían un montón de ordenadores y de internet (cuando sólo ellos sabían que eso existía), casi sólo hablaban de eso y además hacían chistes y juegos de palabras con ello. Lo cual, inexplicablemente, les hacía muchísima gracia. Aunque la fiebre de Gandalf y compañía vino después, ellos ya hablaban de Tolkien y sus personajes como si compartieran mesa y mantel con ellos todos los días. Por sus pintas no me extrañaría que fuese verdad. De su alarmante dejadez en lo que al aseo y cuidado personal se refieren prefiero no hablar. Me acordaría demasiado de un compañero de laboratorio que me tocó en gracia un curso y que si un día me cuentan que ha entrado en su curro (si es que semejante elemento ha sido capaz de encontrarlo) con una escopeta y varias granadas de mano me lo creería. ¡Menuda prenda! Ni idea de nada tenía. Pero luego le decía al profesor que no mirase mis cálculos que seguro que estaban mal. Simpático, ¿eh? Pues a pesar de eso un día intentó que fuésemos a desayunar juntos. Ése sí que me intimidaba, con la pinta de loco peligroso que tenía, en vez de decirle que yo con él no iba más allá de la puerta del laboratorio, y eso siempre que hubiera testigos, me inventé una excusa boba. Menos mal que no lo volvió a intentar.
Luego estábamos las tías. Raras desde luego éramos. Por la escasez yo diría que éramos una especie en peligro de extinción. También éramos bastante raras por el poco juicio demostrado al querer mezclarnos con alguno de los de arriba. Y, sobre todo, porque ser tía y estudiar en mi escuela era llevar el sambenito de callo, al menos, durante lo que durase la carrera. Y duraba un huevo. Y eso que tuve compañeras de promoción bastante monas e incluso alguna clasificable como buenorra. Pero daba igual. Esas buenorras entraban en la categoría de ‘diosas’, no eran tías. Así que las tías podíamos seguir siendo callos. La naturaleza, siempre sabia (y al parecer tía), en un acto supremo de justicia poética ha hecho que muchos de aquéllos que nos clasificaban como callos hayan acabado con compañeras suyas.
Por supuesto yo entro en la categoría de tía. Aunque me gustaría, no soy una diosa. Y como las categorías no son estancas y cualquier combinación es posible también entro en otra extraña especie que no se sabía muy bien cómo sobrevivía por allí, pero lo hacía. A base de convocatorias varias, montañas de fotocopias, copias de problemas ajenos, horas y horas de estudio, no menos actos de fe sobre conceptos inalcanzables a nuestro escaso intelecto y, sobre todo, muuuucha suerte conseguíamos ir pasando los cursos y hasta acabar la carrera entre gestos de desconcierto de profesores y compañeros.
Yo tuve más que mucha suerte y además, una vez superada la intimidación, conseguí camuflarme y colarme en un grupo de gente con súper poderes. Gracias a eso tengo unos amigos maravillosos y tuve unos apuntes, unos profesores particulares, unos modelos de ejercicios y unos compañeros de pispitos, cañas y cafeses en el Blasco inmejorables.
Yo tengo la sensación de que me pasé toda la carrera intimidada. Por un lado estaba toda esa gente que había crecido pensando que el dinero salía de los árboles. Supongo que muchos serían gente normal y corriente, incluso puede que simpáticos, pero a mí eso siempre me intimida. Más tonta que soy, la verdad.
Luego estaban esos otros que no sé si nadaban en billetes o no, pero lo parecía, y además te hacían sentir que tú no estabas a su altura. Pensándolo bien, a lo mejor no nadaban en billetes. A juzgar por la cantidad de marcas visibles que lucían en su indumentaria, a lo mejor lo que pasa es que hacían la carrera patrocinados. Como para no sentirse intimidado, yo jugaba el partidillo del barrio y ellos en la liga de las estrellas con sus contratos de publicidad incluidos.
Luego había un montón de mentes privilegiadas que entendían todo a la primera y aprobaban los exámenes sin despeinarse. De éstos había dos clases: los raros, de los que hablaré un poco después, y otros más majos que las pesetas que hasta salían de cañas. Los segundos me intimidaban más que los primeros. Al fin y al cabo parecían tan normales pero en realidad tenían súper poderes. ¿Cómo era posible que ellos entendieran aquellas cosas tan raras que a mí me llevaban tanto tiempo? Es más, algunas todavía no las he entendido. No se lo digáis a nadie, pero ceo que conmigo se equivocaron al darme el título. Cualquier día llaman a mi puerta unos señores de traje oscuro y me explican amablemente que han descubierto que soy una impostora y tengo que devolverles el título. ¡Si no me acuerdo de nada! Hacer un examen para mí era como formatear esa parte del disco duro. ¡Oh, Dios! después de este comentario voy a tener que incluirme en una especie que no me gusta nada.
De todos modos, sin duda, de lo que más teníamos era gente rara. Había raros para elegir. Por un lado estaban los raros con mente privilegiada que decía antes. Ésos llegaban a clase, se sentaban en primera fila, tomaban apuntes, se levantaban al acabar y se iban. Si hablaban algo en todo el día era para preguntar. Cuando yo todavía estaba intentando desentrañar la maraña de palabras en jerga desconocida de aquellos profesores (también muy raros, la verdad) ellos no sólo las habían comprendido sino que además eran capaces de tener dudas. Otra vez, qué tíos. Había otros que hacían lo mismo que ellos pero no preguntaban. A éstos, mis amigos los llaman la panda de cartón piedra de la primera fila. Y, la verdad, me parece una descripción de lo más acertada.
Pero los raros más raros eran los raros frikies. Y de estos sí que había. Yo no he visto tíos más raros en mi vida que algunos de mis compañeros de especialidad. Supongo que en general eran inofensivos pero si me los llego a cruzar una noche en una calle desierta, me cambio de acera. Solían ser tíos con bastante poco pelo. Sabían un montón de ordenadores y de internet (cuando sólo ellos sabían que eso existía), casi sólo hablaban de eso y además hacían chistes y juegos de palabras con ello. Lo cual, inexplicablemente, les hacía muchísima gracia. Aunque la fiebre de Gandalf y compañía vino después, ellos ya hablaban de Tolkien y sus personajes como si compartieran mesa y mantel con ellos todos los días. Por sus pintas no me extrañaría que fuese verdad. De su alarmante dejadez en lo que al aseo y cuidado personal se refieren prefiero no hablar. Me acordaría demasiado de un compañero de laboratorio que me tocó en gracia un curso y que si un día me cuentan que ha entrado en su curro (si es que semejante elemento ha sido capaz de encontrarlo) con una escopeta y varias granadas de mano me lo creería. ¡Menuda prenda! Ni idea de nada tenía. Pero luego le decía al profesor que no mirase mis cálculos que seguro que estaban mal. Simpático, ¿eh? Pues a pesar de eso un día intentó que fuésemos a desayunar juntos. Ése sí que me intimidaba, con la pinta de loco peligroso que tenía, en vez de decirle que yo con él no iba más allá de la puerta del laboratorio, y eso siempre que hubiera testigos, me inventé una excusa boba. Menos mal que no lo volvió a intentar.
Luego estábamos las tías. Raras desde luego éramos. Por la escasez yo diría que éramos una especie en peligro de extinción. También éramos bastante raras por el poco juicio demostrado al querer mezclarnos con alguno de los de arriba. Y, sobre todo, porque ser tía y estudiar en mi escuela era llevar el sambenito de callo, al menos, durante lo que durase la carrera. Y duraba un huevo. Y eso que tuve compañeras de promoción bastante monas e incluso alguna clasificable como buenorra. Pero daba igual. Esas buenorras entraban en la categoría de ‘diosas’, no eran tías. Así que las tías podíamos seguir siendo callos. La naturaleza, siempre sabia (y al parecer tía), en un acto supremo de justicia poética ha hecho que muchos de aquéllos que nos clasificaban como callos hayan acabado con compañeras suyas.
Por supuesto yo entro en la categoría de tía. Aunque me gustaría, no soy una diosa. Y como las categorías no son estancas y cualquier combinación es posible también entro en otra extraña especie que no se sabía muy bien cómo sobrevivía por allí, pero lo hacía. A base de convocatorias varias, montañas de fotocopias, copias de problemas ajenos, horas y horas de estudio, no menos actos de fe sobre conceptos inalcanzables a nuestro escaso intelecto y, sobre todo, muuuucha suerte conseguíamos ir pasando los cursos y hasta acabar la carrera entre gestos de desconcierto de profesores y compañeros.
Yo tuve más que mucha suerte y además, una vez superada la intimidación, conseguí camuflarme y colarme en un grupo de gente con súper poderes. Gracias a eso tengo unos amigos maravillosos y tuve unos apuntes, unos profesores particulares, unos modelos de ejercicios y unos compañeros de pispitos, cañas y cafeses en el Blasco inmejorables.
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