El café de las once (Cuarenta III)
Cuando
estábamos en la Escuela, a las once era cuando nos soltaban un rato
para descansar. Qué mejor momento para irse al Blasco a ver qué nos han
dicho algunos compañeros de entonces.
L, la culpable de que estemos juntos, recuerda bien cuando alguien que se tenía por muy cultivado te espetó “no, por Dios, Loquillo no”
y cómo tu eclecticismo rompió la cintura a más de un cultureta. Apunta
además que perteneces al subconjunto: "amigos que cocinan" que, como el
lince ibérico, es una especie en extinción. (Y sí, L, si lees esto te
diré que nos hicimos tilín en la cena de graduación cantando a María
Dolores Pradera).
Tochi,
también de la escuela aunque solo te conoció cuando ya estábamos
juntos, recuerda que yo le dije un día que eres un señor. Y cree que
tengo razón en el buen sentido del término: eres culto, educado y
cortés, y tienes justo el humor tranquilo que le gusta, y voz de hombre
de verdad… ahora además te acompaña la edad, añade. Y también dice que
cuando piensa en nosotros se imagina Amarraditos de la Pradera. Duda si
no debería haber escrito algo sobre zapatos, por la impronta que le
dejaste cuando os conocisteis y porque nos imagina amarraditos por una
calle arbolada… porque para el monte no tenemos zapatos.
Y A, en su línea prolija, no ha podido contenerse y le ha salido casi un post a él solito.
Y A, en su línea prolija, no ha podido contenerse y le ha salido casi un post a él solito.
Tiempo de balances?
ND,
no sé si es buen momento para balances, pero cuál lo es, y quizá fuera
más fácil hacerlo con un recorrido algo sentimental de estos años, desde
los tiempos que ahora parecen lejanos cuando compartíamos clases y
vinos. No recuerdo cómo era yo (o miento, sí lo recuerdo, pero dudo
mucho que ese recuerdo tenga alguna fidelidad a la realidad), pero tengo
la intuición de que no podía el yo de aquellos tiempos imaginar que se
convirtiera en el yo que soy ahora. ¿Te pasa lo mismo? ¿Esperabas
encontrarte con el tipo que eres? No sé si el tú de ahora es feliz (lo
que quiera que eso signifique).
Te
juro que había empezado a escribir esto con aire épico, para que
pudiéramos reconocernos con nostalgia orgullosa entre las calles del
Madrid mágico que se extiende desde Alberto Aguilera hacia la Plaza de
España, y se pierde por las calles quebradas de Conde Duque. Esas calles
están llenas de jirones de conversaciones, de teletransportes, de
whisky DYC (porque en aquellos días todo era whisky DYC, con Coca-Cola, o
vino de Ribeiro de aquel que podía dejarte ciego) y de versos de Silvio
Rodríguez, que hemos cantado desafinados, pero con voz firme,
creyéndonos que el hombre siempre había sido hecho de todo material, de
vías señoriales y barrio marginal. La lista es larga. Abarca no sólo
Madrid, también aquel fin de semana que pasamos en Ávila, las noches en
el bar de Víctor, cuya historia completa, con su final abrupto, me
recuerda la nuestra propia historia (aquí también, en pequeñito la
historia es la historia de un grupo, de unas gentes, rara vez de una
única persona: qué sería de nosotros si no pudiéramos comprender que
aquellas aventuras, con alemanas y americanas incluidas, existen no sólo
porque las recordamos nosotros, sino porque otros también dan fe de
ellas). El final abrupto del bar de Víctor, decía, así me pareció a mí
que ocurrió todo: las cosas estaban hasta que dejaron de estar, y ya no
me acuerdo, y no creo que nadie se acuerde, de dónde empezaron nuestras
vidas a divergir, la de toda esa gente que estaba alrededor. Puedo
mencionar unas cuantas, nos las hemos repetido de boda en boda, cuando
había minutos para ponerse al día y mantener la ilusión de la
continuidad.
Y más cosas, claro,
no podría olvidarme de que fuiste tú quien me dio la oportunidad de
cambiar de trabajo, cuando el trabajo todavía importaba y hacía falta
hacerlo (las razones no vienen al caso) y las esperanzas de algo más,
un “algo más” difuso, es cierto, pero no por ello menos vivo. Donde una
puerta se cerraba, otra se abría, y tú fuiste agente necesario de
aquello.
Ya
sé que no todo fue bueno. Podría omitirlo, de alguna manera lo haré,
pero por más que estas líneas no sean reales, no quiero que pasen por no
sinceras (la sinceridad, como tú bien sabes, tiene poco que ver con la
verdad). Esta sinceridad me nace bien de dentro: mientras hago este
balance (más bien balancito), también yo me miro en tu espejo, sólo que
tú vas antes en el 4 a 0, como si fuera algún partido de los que
indefectiblemente, siempre perdemos. No hace falta más, no cuenta alguna
que ajustar.
Y aunque quería la épica y la nostalgia, ha salido
esto. Quiero mantener todavía un brillo. Han pasado cuarenta, que suenan
rotundos, decididos, desafían sobre el borre de su propio abismo. Pero
deben quedar al menos otros tantos, y algo dentro de mí que no tenemos
por qué ser Giovannis Drogo, y que delante de nuestras miradas hay algo
más que el desierto de los tártaros.
Me dejo casi todo por escribir, casi todo, seguro que
lo importante. Lo que hay aquí no es lo que sin falta debe estar. No es
una lista de imprescindibles, es sólo lo que ha pasado por aquí. Quizá
por eso las omisiones sean más elocuentes. Quisiera ser prolijo en
detalles, recrearme en anécdotas particulares, mencionar los nombres que
tú también tienes en la cabeza. Somos lo que recordamos, ¿verdad?
Suena Cohen, qué otra cosa: ahora toca tomar Berlín.
Un abrazo, feliz cumpleaños.
¡MUCHAS FELICIDADES!
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